Acerca de mí

lunes, junio 19, 2006


A pesar del brusco movimiento del vagón, antonia se mantenía firme, aferrada a su cartera, a su chaqueta y con la tercera mano envolvía el metal de seguridad (por no decir falo de fierro). Su cabello recorría libremente su espalda, acariciaba sus orejas susurrando a su interior que se mantuviera en esa posición, que el placer momentaneo no debe tomar de la mano la culpa. Debe beber del silencio y de la confidencialidad.
Antonia, bello nombre, en éxtasis.

Dedo a dedo dejó sin fuerzas su cartera. Fue quiebrándose a medida que escurría, junto con el viento, la pronta llegada.

Con la vista perdida en la caida inminente, se liberó por completo de su afán. El bolso se rebentó en el piso, expulsó de sí, vomitando, recuerdos entre billetes.
Rodaron entre los pies de los sentados memorias de Antonia. Bailaba en su degradación ante esos manikies inmóviles. Acariciaba lo intangible a través de su descontrol.

Se fue despedazando de a poco, liberándose de su carga. La lanzó, mejor dicho la soltó, al piso. Eran años de aguante, largos días de suspiros en ese cuarto, agachada mirando el agua. Cuando sentía rabia de esconderse tras las sábanas, de saborear de la mano ajena el aire enrarecido de su sombra.

Su dedo estaba encarcelado por un anillo ingrato, encadena a un feto infecundo. Un coito sin palabras, de esparcir su piel por el colchón y dejar de ser. Sus cabellos mal cuidados, nacidos en una tierra seca y agrietada, ahora vibraban en sus hombros vencidos. Su vestido largo, relavado, replanchado se ajustaba a sus caderas y rodillas.
Mordió su lengua. No quería que el oido vecino la apuntara. Sangró un tanto por sus labios apagados.

Dejó, por primera vez, fluir la inconsciencia, liberando la mirada de locura escondida tras sus lágrimas secas y sus lentes oscuros. Sintió la libertad, con sus manos ásperas, en el aire que soplaba entre sus dedos.

La bufanda se había quedado enganchada en sus tacos, como un pétalo prendido de sus espinas, y se tensaba a medida que su espalda se enderezaba. Subía con ardor una asfixia orgásmica, que llegaba a su cuello y revelaba un gemido callado, escondido, inperseptible. Su cara se comenzó a bañar en sudor, mientras sus piernas se apretaban clausurando, sellando, un orgasmo.


Los ojos la apuñalaban, la mirada inquicidora de amargados ratones carroñeros, sedientos de morbo. Antonia no los veia, pero en sus erizados pelos ardía su presencia. Un olor a flores embriagó el vagón, un perfume obligado en su cartena se había desgarrado, y su sangre escalaba los tacos, las piernas, hasta llegar a su vientre.

Contuvo en su pecho un grito agónico, afónico. Su carne exigía libertad en cada pestañear.
No pudo seguir conteniéndose, se rebalsaba de pasión. Hasta el cuello, y todo flotaba en sudor, en lágrimas, en carcajadas.

Su chaqueta se desmayó. Su falda dejó de abrazarla, como amante a su cintura. Su espalda, a medida que su polera se rajaba, se enconvaba, quedando su cabeza colgando, como pendón, hacia el piso revuelto de entrañas.

Amanecieron entre los botones, en el alba, dos senos estrujados. Sus piernas gritaron, gritaron, gritaron. La vagina se contraía, se reía, abriendo sus dientes.

Ambas manos su fundieron con sus piernas, su vertebra se unió a sus muslos. La pelvis de Antonia miraba al gentío estupefacto, y les cerró un ojo. Al pestañear nació el fruto, el engendro engendró, luego de años de contracciones, un bulto húmedo. Una lágrima aguda, que gritaba, que pataleaba.

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