
En el vaivén de una extña tarde
recosté mi inquietud sobre el útero de barro.
me regocijé en sus ásperas manos,
acarició esa tarde a su hijo,
mientras mis ojos tendían a cerrarce.
Su respiración polvorienta me regaló sueños desérticos:
Un cactus de sangre quiebraba el horizonte
y me apuntaba con sus dedos de dolor.
Me escabullí lejos del ente,
me volví arena en el silencio
y eterno en la infinitud de la nada.
Desperté y su pecho humedecí con gratitud.
Quise fundirme a ella, y respirar su inmencidad,
pero me respondió, en silencio,
que el otoño aun no llega.
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